“El me enseñó a llevar la cruz” - Simón de Cirene
Me encontré en una noche larga que no podía conciliar el sueño, envolviendo algunos objetos de utilidad en el viaje y recordé cómo mi padre vivió enseñándome a temer a Jehová. En mi corazón siempre abrigué la esperanza de que en algún momento de mi vida podría ver cumplida su promesa, la llegada del que justificaría al mundo, el que nos salvaría de la opresión de este mundo. Surgían preguntas de cómo sería ese magnífico hombre santo que daría libertad a Israel, qué aspecto tendría, cómo sonaría su voz, de qué manera traería paz a nuestro pueblo.
Tomé algunas monedas para comprar el sacrificio que ofrecería en el templo, envolví unos cuantos panes y llené mi cantimplora de vino. Todo estaba preparado para el largo viaje hacia Jerusalén pero mi mente seguía pensativo y esbocé una simple frase hacia el cielo “quisiera conocer tu gloria, Señor”.
A la mañana siguiente, apenas el sol nacía, tomé mis pertenencias y saludé a mi amada esposa y a mis dos hijos pequeños. Algún día ellos irían junto a mí a ofrecer los sacrificios a nuestro creador.
Me reuní junto al grupo de cireneos que también partirían esa mañana hacia la tierra donde alguna vez el rey David había establecido su reino. Cada año era emocionante encontrarme con mis compañeros de viaje, José y Matías, charlar junto a ellos durante esos largos caminos sentados en nuestros camellos y compartir el pan cantando esas alabanzas que desde pequeños nos enseñaban.
Cada vez que nos acercábamos más a la gran ciudad, muchos más peregrinos se unían a nosotros y durante las noches, se podía ver un infinito grupo de carpas reunidas y fogatas para ahuyentar los animales del desierto.
Recuerdo que una noche José no podía conciliar el sueño y nos quedamos ambos junto al fuego mirando las estrellas. José anhelaba entender como nuestro padre Abraham había podido tener tal fe como para creer que en sus 100 años tendría una descendencia tan numerosa como las luces que veía en el cielo. _Simón_ me llamó _quisiera ver cómo es que Jehová bendice a las naciones a través de nosotros, supuestamente eso es la promesa que recibió nuestro padre Abraham_. En mi mente sólo tenía esperanzas de ver la promesa cumplida y otra vez mirando al cielo mencioné suavemente “Si llegase el Mesías, quiero estar cara a cara a él y reconocerlo, ¡No quisiera perderme la oportunidad!"
Llegando a la gran ciudad uno debía cuidar sus pertenencias de aquellos que hacían de este momento una oportunidad para quitarte las pertenencias. La opresión romana había hecho que Israel atravesase un momento de dificultad y de escasees, que generó una gran bandada de ladrones y rebeldes.
Veía que había mucho escándalo en el tribunal del gobernador y que grandes multitudes gritaban que crucificasen a alguien. Supuse que era otro de esos ladrones o vándalos que los romanos habían atrapado.
Al acercarme al templo vi que los caminos estaban obstaculizados por multitudes que dejaban el paso a hombres que pasaban con sus cruces. Cuando me di vuelta, vi que Matías y José ya se habían alejado y la intriga por lo que sucedía me mantuvo cerca del tumulto.
Intenté preguntar a alguna de las mujeres que estaban llorando, pero sus respuestas eran lágrimas y parecían muy desconcertadas por lo que sucedía. Un hombre me dijo que estaban por ejecutar a un gran profeta que había realizados grandes milagros en todo el territorio judío. Le pregunté si no era ese tal Jesús de Nazaret a quien querían ejecutar y mirándome a los ojos por un momento me asintió levemente con su cabeza.
El rumor del profeta Jesús había llegado hasta mi lejana ciudad de Cirene. Todos comentaban de sus grandes milagros y de que no se había visto nada similar incluso desde los tiempos de Moisés. Algunos afirmaban que era un profeta pero muy poderoso, otros creían que podría llegar a ser el Mesías prometido, pero yo era escéptico a la cuestión, quería verlo y comprobarlo con mis propios ojos. Pero al escuchar la noticia de que lo iban a ejecutar pensé por un momento que sería poco probable que el que vendría a reinar en el trono de David, esté siendo llevado a la cruz.
Estaba por darme la vuelta e seguir mi camino al templo cuando vi que se acercaban los condenados. Otra vez la curiosidad no me permitía perderme la oportunidad de ver a ese hombre del que tanto hablaban.
Mientras se iban acercando la multitud gritaba tanto agresiva como de tristeza. El pueblo parecía dividido ante el veredicto de las autoridades y algunos incluso buscaban golpear al profeta. Pero era extraño, este hombre no ofrecía resistencia y a pesar de verse completamente ensangrentado y muy dolorido por las incontables heridas, tomaba su cruz con mucha fuerza. Una y otra vez se cayó a lo largo de los pocos metros que quedaban hasta donde estaba yo, y fue entonces cuando pasó lo inesperado.
_ ¡Vos!_ miré atónito _¡Si! ¡vos! el morocho_ miré al centurión montado en su caballo que me señalaba con gestos amenazantes. _¡Ayudá a tu rey con la cruz!_.
El primer pensamiento que se me cruzó en la cabeza fue “ese no es mi rey”. Pero ante la amenaza, los empujones de las mujeres tristes y la lástima que sentí por el hombre, le pedí a una mujer que sostuviese mis pertenencias y me preparé para levantar la cruz con el condenado.
Antes de tomar la cruz noté que toda mi ropa quedaría manchada de la sangre del hombre, no solo por estar en contacto con Jesús sino por la sangre que había quedado impregnada en el madero. Pero por tardar ligué un golpe certero de látigo en mi espalda que me hizo caer al piso y maldecir de mil formas, ¡yo no era culpable! pensé.
No quería otro golpe, por lo tanto, me levanté y tomé rápido el pesado madero junto a Jesús. Él no pronunciaba palabras sino que con su rostro hacía adelante miraba el camino. Ante uno y otro golpe de látigo hacia el hombre, yo no podía más que tratar de pensar en cómo podría estar soportando semejante condena un hombre que no parecía tener en absoluto algo de maldad. Su rostro era sereno y denotaba paz.
Yo maldecía una y otra vez tomando el madero ensangrentado y me preocupaba por la leve herida que me había dejado el latigazo, pero veía a Jesús y éste no emitía queja sino que en tanto caminaba y se caía, ¡tomaba su cruz una vez más y parecía adorar! ¡Qué locura!
Un condenado no adora, un hombre que está llevando un sufrimiento como este no puede estar en paz, este cuerpo tan ensangrentado no puede seguir persistiendo en llevar este pesado objeto, etc, etc. Este hombre era un loco, o estaba frente al posible Mesías santo razoné.
No, no podía ser. El Mesías no sufriría semejante humillación, él debería ser el Rey que gobierne en el trono de David. Pero como si un fugaz golpe de entendimiento golpease mi cabeza, surgió el pasaje de las escrituras del profeta Isaías “El sufrió por nuestras transgresiones”.
Esta vez no miré al cielo, sino miré a Jesús fijamente mientras cargábamos juntos el pesado madero. “Jehová ¿Este es tu Hijo?” fue mi oración. En ese momento Jesús hizo lo posible en mirarme y esbozar una pequeña sonrisa de calidez, ese tipo de sonrisa paternal llena de amor. Inevitablemente comencé a llorar y a pensar nuevamente si esto no era una locura.
Latigazos, caídas, raspones, sangre hasta en sus manos, soldados riéndose y una multitud gritando todo tipo de cosas. Nada era suficiente para Jesús, parecía que entendía muy bien hacia dónde iba y cuál era su fin. Sin que me diese cuenta, en un momento mientras seguía llorando por la repentina revelación, Jesús había puesto su mano sobre mi hombro y hasta él cargó más peso que yo. Era admirable, quería aprender de él, en un camino triste y hacia la muerte parecía tener ganas de enseñarme a no darme por vencido, todo sin palabras, simplemente llevaba la cruz.
En esa última subida hacia el monte donde finalmente lo crucificarían, Jesús parecía decirme algo. Entre signos de dolor y totalmente agotado, susurró unas palabras antes de soltar la cruz frente al Gólgota “ya ofreciste tu sacrificio, hijo”.
Soltamos la cruz y quedé unos minutos tendido en mis rodillas, recuperando el aire y mirando la crucifixión del justo hombre. Vi cómo él parecía dispuesto a morir, cómo ofrecía cada mano para ser clavada y no se resistía ante la cruel condena. Su desnudez me hicieron recordar mi condición de pecador y sobre mis rodillas lloré “Señor, soy pecador”. Nuevamente la palabra de Isaías hacía eco en mi mente “llevó nuestras rebeliones”.
Agotado y aturdido volví al pueblo a buscar mis pertenencias y a mis compañeros. Luego de pasar la noche, nuevamente temprano nos preparábamos para salir al desierto hacia la Cirene.
Jesús había revolucionado mi manera de ver el sufrimiento y el dolor, él había realizado mi sacrificio, no debía comprar ningún cordero, por lo tanto, entendía que mi vida no sería la misma desde ese momento. Quién como él podía soportar semejante condena sin ser culpable, ningún ser humano estaría tan dispuesto a morir, nadie buscaría amar mientras sufre, solo podría venir de Dios ese poder.
Miraba el cielo mientras pisaba la arena que de a poco iba tomando calor. “Ayer conocí al Mesías cara a cara” pensé, pero de una forma extraña. Él me había enseñado a llevar su cruz.