martes, 12 de marzo de 2013

Eso que hay en mis manos - Relato



La noche es cálida pero ventosa, de esas cuando el verano se está despidiendo, que sopla frente al rostro con una suave brisa y que susurra al oído mientras uno camina. La avenida Córdoba ya no es la avenida ruidosa sino una avenida que de a tanto pasan autos a montones por la sincronización de los semáforos y las personas escasean a la vista, sólo algunos vagabundos que se empiezan a acomodar en sus improvisadas carpas y camas, y algún que otro cartonero haciendo su trabajo. Son casi las diez de la noche y salgo de esas primeras cursadas donde el profesor solo dijo palabras sin contenido y de presentación, y en mi mano llevo lo que siempre me acompaña pero no puede calmar mi ansiedad porque los sentimientos de cansancio y soledad fluctúan mientras camino viendo las luces de la ciudad que poco a poco se van silenciando de la rutina semanal.
Mirando el suelo de la plaza frente a tribunales, con ceño fruncido, pienso en la pérdida. La música de mis auriculares no evita que siga pensando y reflexione sobre la vida, y miles de palabras cruzan mi mente, tanto lo que ocurrió como lo que se podría haber evitado. Todo es un círculo que recae en la culpa de mi persona y nada me basta, todo es contradictorio y ni siquiera lo que tengo en la mano me da respuestas a poder salir adelante esperando un futuro mejor. Miro fijamente mi mano derecha y me doy cuenta de que ya no simplemente lo tomo sino que lo aprieto, como si la fuerza hiciera caer las palabras que quiero ver.
Luego de casi un mes de la pérdida, el dolor que parecía haber desaparecido, juega una suerte de recordatorio. Cada vez que cruzo lugares, restaurantes, momentos, el dolor hace de una suerte de alarma para que la nostalgia surja y recuerde los bellos momentos en que no estaba solo cruzando estas calles y venías conmigo compartiendo juntos lo que había dentro de esto que llevo en la mano ahora. Pero ahora muchas de las cosas que ocurrieron pierden sentido al haber pasado por lo que uno menos esperaba. Y sigo caminando, emprendiendo mi camino a casa a paso lento, como esperando que el tiempo vuelva atrás y me diga que nada de lo que pasó ocurrió.
La noche parece ser más penetrante cuando atravieso ese gran parque antes de tomarme el noventa y nueve que se para frente a tribunales. Sin querer me detengo a ver las luces de aquel monumento grande y luminoso que está detrás del parque y me doy cuenta de que en ese teatro tan famoso alguna vez estuviste mientras yo cruzaba este parque, y que luego nos enteramos de que estábamos tan cerca pero sin saberlo. Pero ahora, en este preciso momento, esa historia no es más que el principio de un final.
Mientras el colectivo se acerca miro la hora en mi silencioso celular, ya marca las diez y veinte minutos, suspiro mientras levanto la mano y me subo: _dos con treinta y cinco-. (No se desde cuando subió tanto la tarifa). En el colectivo, no me animo a abrirlo porque puede llegar a ser peligroso y decir palabras que hieran mi nostalgia y alimenten el dolor cotidiano. Sin embargo, lo sostengo sin mirarlo y observando el paisaje le pregunto a Dios qué tan efímero soy entre todas esas personas que pasan en la gran ciudad y cuando hay que yo no sé. _Señor mío, ¿Acaso tiene algún sentido seguir pensando? ¿Vale la pena seguir viviendo de esta manera?_ y así podría seguir hasta incluso morir. Pero mi cobardía no reside en el cuestionamiento constante sino en el no poder ver hacia abajo y buscar la respuesta que debo tener, todo por el miedo a la nostalgia y al golpe duro que puede provocar. - ¡Pero antes me fortalecía!-  le grito a mi mente en un grito silencioso de dolor, -¿Por qué acaso no puedo verte ahora y alegrarme como antes?-  
Me mantengo en silencio y pasan minutos sin moverme, sin despegar mi cabeza de la ventana, sin dejar de mirar las luces que pasan, los autos pasando a un lado y al otro, los locales cerrados de las avenidas. El tiempo pasa lento y el trayecto se hace largo y me desespero. Resisto a las lágrimas por orgullo y veo una vez más lo que está en mis manos y amago con abrirla pero me niego. Ya pasó más de una hora de una mano a otra sin llegar nunca a ser abierta, pero en un descuido, la brisa del viento que entra en una de las ventanas la abre y me dejo llevar y veo:

“El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor…”

Suspiro… Pero nuevamente veo hacia abajo:

“…El amor no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta…”

Cierro para que las palabras no sigan doliendo y una lágrima cae sin permiso.
“todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta…”
_Que palabras tan complicadas_ digo en voz baja. Pero no hay cosa tan dura como la verdad.
El trayecto comienza a llegar a su fin y mi descanso espera. Todavía en mis manos yace lo que tanto aprecio pero al mismo tiempo la evito por orgullo. Sin embargo, se que volverá a ser abierta y me ayudará a asumir la cuestión de la verdad porque no se trata de lo que quiera creer y no ver sino que algún día terminaré asumiendo la realidad de las cuestiones que me atormentan. Al fin y al cabo, soy un ser efímero más dentro de la infinita línea de tiempo de la eternidad de la cual estos acontecimientos no serán más que polvo en el universo.
Al fin llego y toco el timbre para bajarme del colectivo, y en esa cuadra que camino antes de entrar a mi hogar resuelvo la cuestión. Me digo a mi mismo _Voy a dormir y mañana volveré a pensar en estas palabras. Por lo tanto, seguiré teniéndote en mi mano para que de a poco me digas tu verdad_


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